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miércoles, 6 de agosto de 2014

La proporción áurea y la afinación de instrumentos musicales: breve historia


Por Juan Antonio Santoyo
Licenciado en Piano por la Escuela Nacional de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México. Académico del Conservatorio de las Rosas de Morelia y de la Universidad Autónoma del Estado de Michoacán



Existen muchas formas en las que la sección áurea aparece en la música, la primera de ellas que vino a mi mente es la de la afinación de los grados de la escala y la práctica moderna del temperamento igual de los instrumentos de teclado.
En la práctica musical, temperamento es cualquier sistema de afinación que agranda o disminuye los intervalos de la escala natural y toma ventaja de la relativa tolerancia del oído a las imperfecciones de afinación. Para entender la necesidad de un temperamento musical debemos hablar brevemente de los hallazgos de Pitágoras de Samos (c. 500 AC), quien fue el primer pensador en ocuparse de los fundamentos físicos del arte de los sonidos, como parte de un Cosmos (el concepto filosófico opuesto al Caos) susceptible de ser comprendido, medido y delimitado. Creía que las armonías eran el fundamento del Cosmos, y que éstas se gobernaban o regían por proporciones matemáticas. Los números eran la sustancia primordial. Así, a Pitágoras se le relaciona con la aplicación de proporciones matemáticas a la afinación de sonidos en una sola cuerda vibrante, un instrumento llamado –por supuesto– monocordio.

En la Antigüedad

En el sistema filosófico pitagórico, la octava era el principal intervalo a establecer al afinar un instrumento de cuerda. La razón matemática para afinar una octava, tanto en una cuerda como en los tubos de un órgano es de 2:1; el intervalo de quinta tiene una razón de 3:2 y una cuarta 4:3.
Estos tres intervalos son aún llamados perfectos hoy en día. Si a estas proporciones se les asignan magnitudes lineares, tenemos que con ellas se puede construir un rectángulo con la sección Áurea inscrita en su interior, la cual es la forma más común en la que se le representa; asimismo, tenemos las líneas que forman el pentáculo, la forma sagrada que los pitagóricos usaban como identificación secreta y con la que simbolizaban la unidad del Cosmos y su perfección, y no es de extrañarse, pues, que también fuese la misma figura con la que el ingenuo Doktor Faust trató de exorcizar a Mefistófeles.
Por esa razón, el monje franciscano metido a matemático Luca Pacioli le llamó sectio divina en su tratado De divina proportione, publicada en Venecia en 1509. Ahora bien, usando el intervalo de quinta y el monocordio, todas las demás notas del modo o escala pueden ser derivadas de forma “pura” hasta una extensión de 7 octavas.
Desafortunadamente, este gran círculo de quintas no nos conduce a una escala en concordancia matemática. A la fracción faltante se le llamó λόγον (lógon) –primeramente– y luego se le conoció como “coma sincrónica”. De este modo, para cerrar esa pequeña imperfección, el intervalo de quinta debía temperarse, hacerse más pequeño destruyendo, o por lo menos amenazando con ello, las armonías que sostienen el Cosmos.

En el Medievo

En las épocas medievales se usaron los tonos perfectos pitagóricos, o un temperamento discreto para mantener la escala agradable al oído. Sin embargo, a mitad del siglo XVII se desató una verdadera crisis: la afinación perfecta y el temperamento discreto eran útiles cuando se usaban en instrumentos melódicos como el violín, pero en los instrumentos de teclado permitían tocar solamente con determinados tonos e intervalos: cuando la música evolucionaba, hacía combinaciones más complejas, más audaces, en la armonía y el contrapunto.
Diversos teóricos y compositores experimentaban con maneras diferentes de temperar la escala, de acuerdo con sus preferencias, y los órganos y clavecines se convirtieron en un campo de batalla de las proporciones en pugna. De los muchos temperamentos que a lo largo de esos años buscaron resolver la disputa destaca el llamado de “tono medio” o “desigual”, aunque en rigor no debería llamársele 'temperamento', porque tiene una gran diversidad de variantes y es un paliativo insatisfactorio para el problema.
Para afinar la escala con este método, se toma una sucesión de 4 quintas justas que se reducen de manera que dé la tercera mayor de Aristógenes (más amplia que la de Pitágoras). Una vez establecido el valor de la quinta temperada, se realizará un ciclo de doce quintas que parte de mi bemol y termina en sol sostenido. Para cerrar el ciclo es necesario tomar por enarmonía uno de los sonidos y formar una quinta con el sonido inicial; esta quinta es más grande que las otras, produciendo numerosas pulsaciones, razón por la cual se le llamó “quinta del lobo”, pues los organistas comparaban su desafinación con un aullido. No es forzoso comenzar el ciclo de quintas sobre mi bemol, pues cualquiera puede ser el punto de partida, aunque siempre será necesario cerrar el ciclo con la quinta del lobo. Algún constructor de instrumentos italiano construyó inclusive un clavicémbalo con una tecla para el re sostenido y otra para el mi bemol.

La era moderna

El llamado temperamento desigual siguió en uso hasta bien entrado el siglo XIX, siendo empleado por Beethoven. Se sabe que hasta el mismo Bach enseñaba a sus alumnos a afinar en tono medio para la ejecución de determinadas obras. Aún así, y no obstante los esfuerzos acomodaticios de compositores y constructores de instrumentos, el tono medio era un sistema condenado a ser rebasado por una especie de negociación entre la afinación precisa de ciertos intervalos y el sentido de lo práctico: el temperamento igual o simplemente –como Bach lo llamaba– El Temperamento.
Para la época en la que Bach aprovechó sus ventajas, el temperamento igual era todo menos una novedad. Desde 1482 hubo un intento serio de sistematizarlo por el teórico Bartolomé Ramos de Pareja, si bien ya era practicado empíricamente por los vihuelistas españoles de aquel entonces.
La idea de la que parte dicho temperamento es la de dividir la octava en 12 semitonos iguales, y es el sistema por medio del cual se afinan en la actualidad todos los instrumentos de teclado. El desarrollo de métodos para calcular los intervalos del este temperamento se encuentra registrado en el libro de J. M. Barbour Tuning and Temperament, de 1951, y en donde se lee:
“[...] la manera más sencilla es elegir la razón correcta para el semitono y luego aplicarla 12 veces”.
La razón 18:17, familiar a los teóricos anteriores al renacimiento y recomendado por Vicenzo Galilei en 1581 corresponde matemáticamente a un semitono de .99, virtualmente indistinguible del semitono 100 del temperamento igual actual. Por lo tanto, su historia práctica se ocupa de su refinamiento en varios aspectos y su aceptación gradual por parte de los ejecutantes de instrumentos de teclado, desde 1630 –cuando Frescobaldi le dio su apoyo– hasta 1870, año en el que aún las catedrales inglesas más conservadoras lo adoptaron.
Las grandes ventajas de esta forma de afinación se resumen en un interesante comentario atribuido al abate de San Martino en Sicilia, Girolamo Roselli:
“Esta manera de dividir el diapasón o la octava en doce partes iguales [...] podría aliviar las dificultades de cantantes, músicos y compositores, permitiéndoles en lo general [...] tocar o cantar [...] DO, RE, MI, FA, SOL, LA en cualquiera de las 12 notas que ellos deseen, produciendo música circular, viajando por todas las notas; así, todos los instrumentos podrán conservar o mantener su afinación y tocar al unísono, y los órganos ya no estarán ni muy altos ni muy bajos de tono.”
La implicación filosófica es clara: ¿debemos alterar la naturaleza para hacerla agradable a nuestro oído? ¿Por qué debemos pervertir la ingeniería perfecta del Cosmos –o del Λόγος– de modo que nuestras creaciones tengan la apariencia de belleza? ¿No nos deja esta necesidad en un lugar un tanto aparte del resto de la vida en la tierra? ¿Qué somos entonces?

martes, 5 de agosto de 2014

El sueño de Escipión

Traducción fragmentaria de El sueño de Escipión (Cicerón. Rep. 6.9)

Por Rafael Vázquez


Introducción

En el verano del año 51, Cicerón recibió en Cilicia, donde servía como gobernador, una carta de su amigo Celio, que había visto en Roma la publicación del diálogo de re publica, y entre otros detalles de la vida en la capital, la carta señalaba de manera puntual:
tui politici libri omnibus vigent.
Ya no era la época más gloriosa de Cicerón. Temiendo por la incierta situación política, había recurrido al exilio en 58 y cuando volvió a Roma, el primer triunvirato no ofrecía un clima propicio para el ejercicio de la libre expresión y mucho menos de la acción por medio de la gestión pública. (D’Ors, 8-9) Sin embargo, el Arpinate tuvo los arrestos de asestar a la Roma de su época lo que hoy llamaríamos un bofetón con guante blanco con un tratado que la posteridad ha catalogado como filosófico, pero también le ha dado valores históricos y pragmáticos, además de la innegable valía literaria que goza toda obra que salió de su pluma (o de sus dictados): un tratado en forma de diálogo sobre la más adecuada forma de llevar el gobierno, intitulado, adecuadamente para sus fines doctrinarios, y a medida para emular a Platón (Bickel, 448) como representante de la cultura griega que había enseñado al mundo a pensar: de re publica.
Cicerón había traducido en su juventud el Œconomicus de Jenofonte y el Protágoras de Platón. Los seis libros de re publica constituyen la primera de las obras filosóficas de Cicerón. Al parecer, comenzó su redacción en 54, en Cumas. Se trata de un diálogo que supuestamente ocupa tres días (los de las Ferias Latinas) entre Escipión Africano y otros miembros de su círculo: 
“El tema de la obra no es, como en Platón, la justicia encarnada en el Estado, sino el Estado mismo, su constitución y su gobierno”. (Rose, 185) Por supuesto, se trata de un Escipión idealizado para hablar de una Roma idealizada.
La parte más célebre del diálogo es el final, como que fue la única que sobrevivió íntegra. Siguiendo aún a Platón, Cicerón cierra con una visión del otro mundo; Escipión tiene un sueño en el que le es mostrada la morada celestial de almas grandiosas y justas, y se le conmina a prepararse para esa vida cuando su carrera en la tierra termine. (Rose, 184-5). El pasaje gozó de amplia aceptación y fama durante el tiempo inmediato a su publicación y los siglos subsecuentes. Lactancio y San Agustín nos dejaron amplios testimonios de ello (D’Ors, p. 10); Macrobio escribió un elaborado comentario sobre él, que, junto con el texto del “Sueño”, ha llegado a nosotros en numerosos manuscritos.(1) Pero ello generó cierto desinterés en la obra íntegra, cuya transmisión casi se malogró. Ya para el siglo vii la obra se presume perdida, y las citas de autores del xii son muy cuestionables.(2) Pero el “Sueño”, del que existen muchos ejemplares, sí tuvo una tradición exitosa, envidiable incluso para otros textos que hoy consideramos valiosos.
Apelando a la transmisión independiente del “Sueño”, lo abordaremos como un texto unitario, con las mínimas indicaciones de su contexto, que básicamente habrán de responder a una pregunta:

¿Quién es Escipión?
Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano el Joven es el principal interlocutor de nuestro diálogo. Escipión, o Publio Emilio (185 - 129), por su nombre original, era hijo de Emilio Paulo, que encabezó la conquista de Macedonia. De los despojos de la guerra, el general reclamó la biblioteca del rey Perseo para sus hijos.(4) De joven, fue adoptado por Publio Cornelio Escipión, el hijo mayor de Publio Cornelio Escipión el Africano, vencedor de Cartago en la Segunda Guerra Púnica (Batalla de Zama, 202 a. C.), de quien tomó el nombre, lo que le permitió codearse con pensadores y destacados literatos griegos del momento, entre los cuales se contaban Panecio el estoico y Polibio, el historiador (Rose, pp. 98-99). Desarrolló un peculiar pensamiento filosófico-político: era un hombre de su tiempo, la República, pero coqueteaba con el ideal de Platón del rey filósofo. Casi no tenemos forma de acercarnos a su pensamiento, más que por los autores contemporáneos y posteriores, dentro de la Antigüedad, pero se sabe que fue un fructífero orador y, como se verá en el texto, sirvió en diversas magistraturas entre 151 y 132, concluyó victoriosamente la Tercera Guerra Púnica destruyendo Cartago tras un asedio que duró tres años; de la misma forma concluyó las guerras contra los celtíberos tras la toma de Numancia, y murió seguramente de forma violenta.(5)
La razón por la que Cicerón pone en boca de Escipión sus pensamientos al respecto de la vida institucional propia de la República, parece no ser otra que su frágil seguridad por el ambiente político, que ya nunca le fue completamente favorable desde que César cruzó el Rubicón. En dos ocasiones posteriores, pondrá a Lelio y a Catón el Mayor, contemporáneos de Escipión a encarnar su sentir respecto a asuntos más trascendentales que la política, en sendos diálogos: de amicitia y de senectute. En el caso del “Sueño”, se trata de uno supuestamente vivido por Escipión al respecto de lo que para él era el futuro de Roma, partiendo de lo que inmediatamente atañía a su persona, y con las premoniciones de lo que habría de acontecer en lo porvenir, porvenir que en tiempos de Cicerón ya eran hechos verificados.

El texto
El fragmento que trabajaré está tomado de la edición de Ziegler, confrontada con la de Mueller, ambas de la colección Teubneriana, de Leipzig.

Bibliografía

Ediciones del diálogo de re publica
M. Tullius Cicero. Librorum de Re Publica Sex. C. F. W. Mueller. Leipzig. Teubner. 1889.
M. Tulio Cicerón. Sobre la República. Intr., trad., apénd., y notas de Álvaro D’Ors. Madrid. Gredos. 1894.
-----------. Fasc. 39. De Re Publica librorum sex quae manserunt. Septimum recognovit. K. Ziegler accedit tabula. Leipzig. Teubner. 1969.


Obras de consulta
Ernst Bickel. Historia de la literatura romana. Versión española de José Ma. Díaz-Regañón López. Madrid. Gredos. 1982

H. J. Rose. A Handbook of Latin Literature. Londres. Harvard. 1949 (2ª ed.).

Absolutismo y progreso en la tragedia ática

Ponencia presentada en el coloquio de estudiantes de Letras Clásicas, en la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, 2006.
El tema había sido propuesto por el Dr. David García Pérez, investigador del Centro de Estudios Clásicos, en la clase de Literatura Griega, mientras exponía el tratamiento del tema como preparación para los estudios que publicaría más tarde en Prometeo. El mito del héroe y del progreso. Estudio de literatura comparada, México, Instituto de Investigaciones Filológicas (Cuadernos del Instituto de Investigaciones Filológicas, 30), Universidad Nacional Autónoma de México, 2006, 317 págs.

R de la Lanza (pseud.)

Absolutismo y progreso en la tragedia ática

I

El modelo civilizatorio del s. v a. C. en Atenas inició la ruta que seguiría la cultura europea y occidental hasta nuestro siglo. La existencia de y en Atenas fue siempre agónica, de sobrevivencia urgente. Es en Atenas y no en Esparta, Tebas o Argos, donde la sobrevivencia agónica termina por representarse. Y el teatro se hizo. (1)
El surgimiento de la tragedia como exaltación de los valores literarios de la Grecia clásica está íntimamente ligado al surgimiento del nuevo orden político instaurado por Clístenes en Atenas. La tragedia ática es un reflejo estéticamente hermoso e ideológicamente sublime del sentir del pueblo ateniense, de su vida cotidiana y de las ideas y actitudes de sus gobernantes.
Lejos de ser exclusivamente mitológicos o de carácter heróico ―Los Persas es una pieza más bien histórica―, los trágicos exploran y agotan los temas humanos fundamentales que originan la idea primigenia de una sencilla moral occidental ―como que el origen del canto trágico es salvajemente religioso―. Tales temas son aún preocupaciones y ocupaciones del mundo: la igualdad, la soberbia, la justicia, la venganza, el amor, la lealtad, la traición, la vida y la muerte.
A diferencia de la sutil, inteligente e insolente comedia, que abiertamente exhibió los vicios humanos sin mayor propósito que el de entretener, el dramaturgo trágico envolvía en los cuidadosamente embellecidos versos de sus coros y héroes el terror (φόβος) que el espectador había de sentir por las desgracias expuestas, la conmiseración (ἤλεος) por los personajes ―que implica una identificación semi-inconsciente con ellos―, la exaltación de valores como el apego a la justicia, el ineludible destino a que se está sujeto una vez que se ha pasado la línea demarcada por los hados, la reivindicación del hombre pío a pesar de su ruina, y la ignominia del impío.
Para los poetas trágicos, criados en la cuna misma de la democracia, la tiranía y el absolutismo no aportan esperanza alguna. Los poetas trágicos de Atenas odian la tiranía, el poder absoluto y la guerra civil... manifiestan altas dosis de patriotismo respecto a Atenas, repudian la desmesura (ὕβρις), y elogian la moderación y la justicia. Y dedicarán su talento a mostrar los efectos negativos del absolutismo, más que a exponer las bondades del nuevo régimen democrático.

II

El drama ateniense nace una vez resueltos los conflictos político-militares de Atenas. Los temas resultantes son de origen intestino ―ya hemos señalado a Los Persas como excepción―: la justicia o la soberbia de algún gobernante, la lealtad o la traición de sus colegas, el consentimiento o la censura del pueblo respecto de su líder y la continuidad en el éxito que ahora deberá volcarse hacia dentro.
Esta continuidad interior del éxito implica una idea que habrá de obsesionar las mentes del mundo moderno. Ni siquiera la idea de progreso se escapó de los griegos aunque es humanamente más compleja que una simple sucesión de mejorías.
La idea griega de progreso está definida en términos de sociedad. Es significativo poética y retóricamente que los personajes de la tragedia ática sean figuras particulares, héroes cuya individualidad está fuera de discusión, y aún así se conviertan en arquetipos de la vida social, en modelos representativos de los elementos de la comunidad a la que se dirigen. Y es que el mito no es otra cosa que la institucionalización de elementos particulares que generalizan la vida de la naturaleza y del hombre.
Cuál es la mecánica del progreso ‘social’, lo podemos discernir en la tragedia ática: El líder es motivado en todo momento por la idea de un crecimiento constante de la sociedad a la que representa, se fija los objetivos que serán comunes a todos los individuos, es decir, los términos en los que se definirá el progreso. Para su consecución, se establece una ortodoxia: se emiten disposiciones y se decretan leyes que gobiernen ―primero por prescripción y luego por instinto― el proceder, la actitud y las acciones de todos. Si todos abrazan la causa de la comunidad, ejecutarán las disposiciones emitidas y observarán las leyes en pos del progreso. Pero si en cierto momento, alguno osa desafiar los términos del progreso propuestos por el líder, la misma ortodoxia progresista exige que se ejecute sobre él un castigo ―ejemplar, por defecto― sin importar cuánto haya hecho antes en favor de ella misma.
Vamos a ver estos fenómenos en dos tragedias ejemplares. No son las únicas, por cierto, que acusan los procesos que intentamos denunciar, aunque sí podrían ser de las más evidentes. El clima de absolutismo impera en todo aspecto de la vida del ateniense, no por lo que hoy llamaríamos conciencia social, sino porque era su sentir religioso. Y por religioso no debemos entender sólo las manifestaciones exteriores de piedad y consagración, sino una convicción interior, plena y más firme que lo que es la fe para nosotros, de que las cosas han de ser como los supernos dicten.

III

Esto es lo que podemos ver ilustrado en el Prometeo encadenado de Esquilo. El dramaturgo utiliza un mito que fácilmente podríamos considerar como fundacional, puesto que en la Atenas del siglo v, se erige como emblema de la paz y el orden recientemente conseguidos tras encarnizadas batallas. El mito de la guerra entre titanes y olímpicos es una inmejorablemente adecuada proyección de una pugna real que también duró años e involucró a los atenienses. Después de diez años de una guerra tan bipolar como la de los helenos contra los persas, Zeus y sus aliados logran someter a la banda encabezada por Cronos, dejando todo listo para fincar una ortodoxia progresista nueva, definida en los términos de la justicia de Zeus, sean cuales sean, y que comienza con la asignación de las áreas y poderes de influencia de cada divinidad. Tal movimiento social ―puesto que lo es por definición: aunque Zeus sea la cabeza, sólo lo es en virtud de que hay todo un cuerpo que encabezar― de ruptura, revolución e innovación requiere de la lealtad y el apego de las voluntades de todos los componentes de la sociedad. Sólo así comenzará a verificarse un progreso. No es el papel de ningún individuo emitir valoración alguna ―ni siquera de carácter moral― del papel de la sociedad y mucho menos del líder, puesto que es el cabeza de la sociedad quien dicta los términos de la moralidad y la justicia, aspectos que incluso pueden quedar supeditados a los intereses de progreso que se persiguen.

Según Prometeo, Zeus desoyó, una vez en el poder, a sus amigos, distribuyó prebendas entre los otros y quiso aniquilar a la raza humana para crear otra. Por lo que cuenta el héroe, se trata de un estado donde privan los sentimientos más que la razón en las decisiones de los dioses. Prometeo se compadece y roba el fuego para ayudarla. (2)

El titán vidente tomó en sus manos la valoración del nuevo líder censurando el desdén de Zeus respecto de los hombres y acabó por hurtar el exclusivo don del fuego para otorgarlo a la humanidad. Prometeo podía haber visto en el futuro de Zeus una caída inminente, y podía haber acertado al calificar al joven rey olímpico de tiránico y soberbio, pero tanto sus juicios como su proceder contravinieron abiertamente los intereses del progreso del hijo de Cronos, para quien pocas cosas eran tan importantes como demostrar quién mandaba ahora sobre dioses, héroes, hombres y la naturaleza.
La conducta de Prometeo no sólo es insolente, sino que pone en peligro el reciente sistema de gobierno establecido por Zeus que es frágil en tanto que reciente. Por ello, haciendo a un lado lo que un día Prometeo hiciera a favor de la causa olímpica, Zeus decide tomar a Prometeo para castigarlo de manera ejemplar, de modo que todo aquel que intente juzgar y desafiar los decretos de Zeus, los cuales surten efectos positivos si se observan fielmente, caerá bajo su mano antes que permita que la labor de progreso sea estropeada o interrumpida. Ahora ya no estamos en guerra, para que Prometeo se justifique con lo que ha aportado en ella; se ha establecido un nuevo orden, y él lo ha violado: debe sufrir el castigo.
Bowra concilia las partes conflictuadas idealizando el trabajo del poeta:
En Prometeo libertado [...] el poeta antiguo más bien parece haber propuesto una reconciliación entre Prometeo, algo domado ya por el sufrimiento, y Zeus, dulcificado a su vez por sus largos siglos de gobierno. El conflicto se establece entre dos causas igualmente rectas: el mejoramiento de la humaniad y la necesidad de orden. (3)
Sin embargo, la remota posibilidad de que un día este nuevo orden envejezca, se agote y muera, se expresa a través de los labios del titán. Primero atado al Cáucaso, lejos del Olimpo para que no haga más daño, pero donde todos lo vean para que no deseen desafiar el orden y el progreso, Hermes, portando el sentir y el juicio de Zeus, decide arrojar a Prometeo al Tártaro: el nuevo líder decide ignorar por completo que toda institucionalización lleva en sí misma el germen de la disolución. Zeus habrá de caer algún día, eso es bien sabido, y por sabido se calla, y por callarse se olvida, dándole a su régimen un carácter de perenne sólo a partir de la ignorancia del final, puesto que el único que podría advertir sobre el advenimiento del final, acaba de ser expulsado a lo más lejano del cosmos.
Es genial, y yo postularía como canónica la definición que Benedetto hace del que para nosotros es el absolutismo de Zeus:
L’assolutezza del potere di Zeus comportava necessariamente il non riconscimento di leggi che non fosero che le proprie. Secondo Prometeo, Zeus “ha il giusto presso di sé”, nel senso che non debe riconoscere altre leggi di giustizia se non le proprie legi e, in ultima analisi, la propria volontà. (4)

IV

El agotamiento del régimen recientemente impuesto llega abruptamente, esta vez en la figura de Creón, a quien Sófocles nos muestra en una intransigencia social inusual contra Antígona. Lo mismo que Zeus en el mito de Prometeo, Creón queda como cabeza de la sociedad tras una pugna lamentable que enfrentaba a los dos hijos de Edipo. Muertos ambos, al fin se puede pensar en la paz, al fin se puede pensar en progreso. Y casi con la única intención de mostrar quién sostiene la batuta en esa orquesta que ejecuta la sinfonía del orden social y el progreso, Creonte decreta efectuar honras fúnebres a uno de los dos caídos, mientras que al otro lo condena a la ignominia de ser carroña, sin exequias.
Pero Antígona decide ignorar la ley del orden y el progreso para obedecer ―lo mismo que Prometeo― a una ley de piedad y compasión por la humanidad, por lo que se arroja a honrar a su hermano muerto y hacer cuanto pueda para que reciba su última honra y sea sepultado.
Si en la tragedia de Prometeo la caída de Zeus queda fuera de nuestro alcance, en la de Antígona se precipita la agnición (ἀναγνώρισις) y la inminente fatalidad que ella trae consigo sobre Creón. Porque su hybris detona el cuestionamiento individual de muchos individuos, al menos de los que, en el papel, deben ser los más integrados al interés social y el afán de progreso. Primero, Antígona renuncia al interés social al dar mayor peso a la piedad para con su hermano muerto; luego, Hemón también renuncia al orden social al decidir que es mejor morir con su amada Antígona que vivir sin ella. Y finalmente Eurídice, esposa de Creón, se inmola al ser la pérdida de su hijo más fuerte que su compromiso social para seguir en este mundo en pos del progreso.
En Antígona, no hay reconciliación. Sólo se muestra el implacable destino que pesa sobre aquel que, aún en pos de un bien moral como el progreso, deja de lado las leyes divinas.

V

Nunca supimos qué pasó con Zeus. Lo único que positivamente poseemos es el aplastante paso del cristianismo sobre las debilitadas lealtades de la religión olímpica. Las inscripciones dedicadas Iovi Optimo Maximo para el siglo iv d. C. decían Deo Optimo Maximo. Ya hemos visto lo que Creón padeció. Y descubrimos que la idea griega de progreso estaba ligada estrechamente a la de un orden social que raya en el totalitarismo. 

Sobre esa plantilla es más fácil comprender por qué diseños de sociedades tan bien elaborados han arrojado más desgracias y dolor que el malentendido progreso: Hitler, Mussolini, Stalin, Díaz, y todos los líderes absolutistas de quienes podemos tomar esta lección despojada de la belleza que contienen las piezas teatrales de la Grecia Antigua, han fracasado en alienar las voluntades individuales de su comunidad a la idea impuesta de progreso, por muy correcta que esta sea. Han podido contagiar ese anhelo de perfección social, de orden y progreso, pero la hýbris misma del líder se ha encargado de desencantar tan nobles ambiciones, y el individuo vuelve a mirar en sus propios intereses personales, a atender el mundo subjetivo, y a renunciar a la búsqueda institucional de progreso social: los decretos fatales dictados por las esferas divinas se cumplen ineludiblemente: el régimen se rompe.



NOTAS:

1.  Leonardo Azparren Giménez, La polis en el tratro de Esquilo: una interpretación.
2. Azparren, loc. cit.
3.  Historia de la Literatura Griega, trad. de Alfonso Reyes. México, FCE (Breviarios, 1), p. 68.
4.  Vincenzo di Benedetto. L’ideologia del potere e la tragedia greca: Ricerche su Eschilo.